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Historias de mi tierra: el entierro en la barranca.

Historias de mi tierra: el entierro en la barranca.

Montemalo es el nombre de la finca donde crecí. Perdida en la inmensidad vegetal del norte de Mantua, Montemalo era solo un nombre: lugar de naturaleza hermosa y agreste, frutales y ganado, cultivos y ranchos guajiros adornaban el paisaje del lugar donde transcurrió mi infancia.

Fui adoptado por los abuelos maternos. De modo que, hasta los cinco años, viví la vastedad de mis campos como electrón libre, chispazo de luz y bocanada de aire fresco. Tiempo feliz de temprano despertar y correrías descalzo tras el abuelo para beber la leche de las vacas, allí mismo en el ordeño; las tardes, a caballo por los senderos, o persiguiendo codornices en medio de la sabana. En los meses de verano, con calor insoportable, derecho al río con un saco de mangos machos, y mi abuela sentada en la corriente bajo las pomarrosas mientras yo, chapoteaba en la charca poco profunda, rodeado de una corte de frutos pintones.

Tiempos y lugares felices que un día abandoné para estudiar en Mantua; el rechazo inexplicable de mi abuelo a las escuelas rurales, me hizo cambiar de vida y, a la vuelta de unos cuantos años, él también me siguió; la familia se reunió en la villa, dejando atrás todo cuanto nos hizo felices.

El viejo se dedicó a la carpintería, yo, a los estudios y la vida continuó su curso.  A mediados de los años 80 comenzó la fiebre del oro. No, no la clásica  fiebre del oro de Klondike, algunas veces denominada la fiebre del oro del Yukón o la fiebre del oro de Alaska, sino la de los buscadores locales, armados con una suerte de varillas imantadas que  manejaban entre dos. Colocadas en las palmas de las manos, las varillas "aprovechaban" las características eléctricas de los cuerpos y "localizaban" metales bajo tierra.

Nadie puede afirmar que la teoría estuviera errada. Algunos encontraron potes de vidrio llenos de monedas de plata enterrados medio siglo atrás por comerciantes de la villa. Coincidencia o milagro de las varillas, lo cierto es que, el pueblito se llenó de hoyos y "mineros" armados de barras, piquetas y azadones, tratando de encontrar la fortuna deparada.

Por esos días el abuelo nos contó un secreto que lo torturaba noche tras noche desde sus años mozos. Soñaba con un entierro de oro en el paso de las carretas, en su antigua finca, por donde el río amainaba su corriente bajo la bóveda arbórea. Tres tinajones repletos de monedas doradas yacían a una profundidad de dos o tres metros en una de las márgenes del vado.

La decisión fue sencilla: ¡Vamos a sacarlos!

Una madrugada cargamos el Cabriolet, herencia de un americano que vivió cerca de nuestra antigua morada, enganchamos el caballo y nos fuimos a lo del tesoro: mi abuelo, su hijo mayor, uno de sus yernos y yo.

Para mí, la aventura; para ellos, la posibilidad de hacer realidad sus propios anhelos.

El panorama de mi infancia nos recibió. Los cimientos de la casa, el brocal del pozo cubierto de malezas, frutales inmensos que un día viera plantar y el eucalipto del lindero meciéndose en la brisa.

Bajamos al río con los primeros rayos del sol y esgrimimos las varillas imantadas. ¡Efectivamente! Enhiestas se empinaron como si una fuerza sobrenatural   tirara de ellas. Avanzamos tras el rastro indicado y en un recodo, la flecha se tornó rombo: habíamos llegado al lugar y de inmediato, comenzamos a cavar.

La tierra suave destilaba agua y pronto la furnia sobrepasó los dos metros. Miradas expectantes, pocas palabras y el martillar sordo de la coa sobre el fangoso lecho. Algo sonó firme, como a madera antigua.

¡Aquí está!

Unos picazos más y aquel aroma recorrió el cauce en oleadas. No era el olor de los  frutos y las pomarrosas en flor; era una esencia profunda, desconocida, inquietante, de esas que solo pueden sentirse cuando olemos el pelo recién lavado de una joven, en la frescura de una tarde de brisas.

¡Perfume, perfume!

Los pájaros del monte callaron y una calma chicha se extendió por sobre el río y el bosque. Nosotros, nos miramos, y sin palabras recogimos las herramientas y subimos la barranca.  Todavía mudos de estupor, enganchamos el caballo y nos marchamos de aquel lugar.  Mi abuelo murió en la primavera del 2011 y jamás mencionó su sueño.

Todavía pienso en la fragancia penetrante que nos invadiera aquella mañana, en el silencio de los pájaros  y en la fuerza incomprensible que nos expulsó de allí.

Puede que algún día regrese, decidido a cavar.

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