El febrero de Weyler.
Febrero de 1896 fue un mes infausto para Cuba. Cánovas del Castillo, por entonces presidente del consejo de ministros en España, desconcertado ante el fracaso de las armas peninsulares en la isla, destituyó a Martínez Campos al frente de la capitanía general del archipiélago y en su lugar nombró a Valeriano Weyler y Nicolau, el carnicero artífice de la Reconcentración.
Entre los escasos éxitos militares de su predecesor, Arsenio Martínez Campos, luego del estallido de Baire, estuvo la muerte funesta del Lugarteniente General Antonio Maceo y Grajales, hecho terrible para las armas insurrectas que, no obstante, no frenó el ímpetu de la guerra que continuó siendo particularmente intensa en el centro y el oriente de la isla, donde los generales, Julio y Agosto, alusión del generalísimo Máximo Gómez, a los meses de verano, destruyeron las fuerzas españolas, víctimas de enfermedades y las tácticas guerrilleras.
La impotencia del carnicero recién llegado de la península, produjo la política de reconcentración, materializada en el encierro forzoso en campos de exterminio, a la población rural del occidente cubano.
La historia del colonialismo español en Cuba recoge la oprobiosa proclama Weyleriana.
Todos los habitantes de las zonas rurales o de las áreas exteriores a la línea de ciudades fortificadas, serán concentrados dentro de las ciudades ocupadas por las tropas en el plazo de ocho días. Todo aquel que desobedezca esta orden o que sea encontrado fuera de las zonas prescritas, será considerado rebelde y juzgado como tal.
Queda absolutamente prohibido, sin permiso de la autoridad militar del punto de partida, sacar productos alimenticios de las ciudades y trasladarlos a otras, por mar o por tierra. Los violadores de estas normas serán juzgados y condenados en calidad de colaboradores de los rebeldes.
Se ordena a los propietarios de cabezas de ganado que las conduzcan a las ciudades o sus alrededores, donde pueden recibir la protección adecuada.
Alejar a los campesinos de sus tierras, resultó en la pérdida de las cosechas, la hambruna generalizada y las enfermedades propiciadas por las deplorables condiciones de salubridad en las ciudades hacinadas; tales calamidades, complicadas con el avance de la guerra que a todas luces continuaba favoreciendo al bando insurrecto, terminaron por diezmar a la población reconcentrada, a los propios habitantes de los pueblos y ciudades, y a las mismas tropas españolas.
Hoy es difícil determinar con certeza la cantidad de personas reagrupadas como consecuencia de las órdenes dictadas por Weyler. Se estima que para diciembre de 1896 unos cuatrocientos mil cubanos no combatientes fueron reconcentrados Se estima que más de 300 mil cubanos murieron en los campos de concentración creados por Valeriano Weyler, aunque algunos sitúan la cifra por encima de los 600 mil.
En marzo de 1898, Weyler fue retirado de Cuba, y Práxedes Mariano Mateo Sagasta, sucesor del asesinado Cánovas, envió a Cuba al general Ramón Blanco y Erenas, quien intentó una política pacífica, más obligado por las circunstancias que por su humanidad; aunque el precio que pagara el pueblo cubano fue inmenso, la lucha agotó al ejército español que hubo de mantener, inútilmente, sobre las armas, a miles de soldados, para cumplir con el slogan absurdo de aquella política de ultranza: “en Cuba, hasta el último hombre y la última peseta”.
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