No tengo celular. Al principio, si, me abochornaba un poco confesarlo; incluso, alguna que otra vez se me ocurrió armarme de una cartuchera de piel de las que fabrica a pedido, Tito, el zapatero de la esquina, para colocar el Nokia que le enviaron a mi hija mayor, el mismo que nunca funcionó porque había cierto problema de "compatibilidad regional" o algo por el estilo que no permitía decodificarlo.
El caso es que no tengo un celular y, aunque de vez en vez me da algún "ataquillo" de modernidad y los altos quilates sociales se me suban a la cabeza, me contengo y le doy una palmadita al "fijo" BTK-2 que descansa sobre mi mesa de trabajo.
No es fobia, ni envidia mal disimulada, nada de eso; tampoco negación de un deseo natural que tiene mucho de presente y que, sin lugar a dudas, mejora la calidad de vida y las relaciones personales y de trabajo- claro está- si se empleara properly.
Enriquito Pertierra, escritor mantuano con varios libros publicados en Cuba y el exterior, ha sido mi mentor y amigo por muchos años. Días atrás, sentados en su terraza colonial, entre el aroma de jazmines y limoneros, bebiendo té, mientras los fantasmas de la mediana burguesía mantuana nos observaban impávidos desde las gruesas paredes de adobe, me contó una historia tragicómica en la que, sin proponérselo, se ganó un enemigo desconocido a través de las ondas que viajan en el éter.
Resulta que Rulfo, su gran amigo del bachillerato, el mismo que se fue para Puerto Rico a fines del 91, después de años de mutismo, le escribió un email felicitándolo tras de leer el primer capítulo de, "Domador de caballos", novela inédita del mantuano que, desde meses atrás, hace acto de presencia en Ecos de Mantua, publicación digital de la villa con amplia demanda entre la diáspora mantuana en el orbe.
Desde entonces, Rulfo le escribe regularmente y, hasta le envió con unos conocidos un jeans y los cartuchos de impresora de la HP que empleamos para imprimir nuestras galimatías literarias. En días recientes, Rulfo le envió un correo electrónico para que le hiciera alguna que otra llamada a su papá que vive en Guane.
"No, no te preocupes"- le dijo a Enrique- yo le compré un celular y le pongo dinero desde acá, así que él te va a recibir las llamadas. Tu vas a ver como se alegra de escucharte, el pobre... oye, mi hermano, te lo agradezco en el alma, el viejo está muy solo".
Hasta ahí la historia familiar, camaraderil; la segunda parte es la que provocó mi "célulofobia".
El domingo en la mañana, Enrique decidió cumplir con la petición de su amigo y, después de un "tetazo" Lipton, se sentó en la sala, puso el teléfono fijo sobre sus piernas y marcó el interminable número que Rulfo le adjuntara en el e-mail.
Allá, en la larga distancia, el tono plástico, impersonal, sofisticado. No acostumbrado a los gajes de celulares, se sorprendió cuando una voz joven, varonil, con visos extrínsecos de enojo creciente, le espetó un, "DIME"
Y Enrique, culto, educado, paseante de Venecia al menos una vez en la vida, y ducho en el glamur de una buena conversación:
"Buenos días"
Y del otro lado:
"DIME, ¿QUIÉN TÚ ERES?
Y Enrique, ahora un poco confundido:
"Compañero, ¿Usted no es el papá de Rulfo?
Y en el extremo del éter la furia se desencadena:
"!ÑOOOOOO, QUE RULFO, NI RULFO, COMPADRE, YO NO SE QUIEN ES ESE!"
Ahora Enrique, con la cola entre las piernas y en franca retirada:
"Disculpe, compañero; parece que me equivoqué..."
Y del otro lado la respuesta que, desde entonces, me hace pensar más de tres veces en la posibilidad de no tener un teléfono celular si para usarlo tengo que recurrir a la artimaña cavernícola de deformarme moralmente.
"!COÑO, COMPADRE, VÁYASE A FREÍR TUSAS QUE SU EQUIVOCACIÓN ME HA COSTADO UN CUC!
Y nada más: "the line went dead", indicando que el acto humano de la comunicación, facilitado por cientos de años de inteligencia aplicada, había terminado con la sensación amarga de un discordia.
Días atrás, otro amigo, Luis Alfonso, jefe de operaciones de la sucursal eléctrica de la villa, me contó una historia similar.
Desde el nivel central le encomendaron con urgencia un censo relacionado con el estado de las líneas de transmisión de energía, o algo así. Los resultados debían confirmarse con urgencia y eran las cinco de la tarde por lo que se decidió que los informara verbalmente a través de un número de celular asignado para estos menesteres a un funcionario de la empresa provincial.
Luis Alfonso se esmeró y, como es un personaje organizado, que no trabaja para maratones, alrededor de las nueve de la noche ya tenía organizada la información, de modo que, "sin sacudirse el polvo", marcó los dígitos que harían llegar al nivel central los datos recolectados.
El tono lejano y Luis Alfonso a la espera, hasta que, !Maravillas!, alguien del otro lado.
"!OYE, APÚRATE QUE ESTO ES UN CELULAR!"
Y Luis Alfonso, mi amigo, ingeniero graduado en Equipos y Componentes Electrónicos, jefe de operaciones de una empresa, cinéfilo consagrado y lector incansable, tomó la decisión del camaleón, capaz de adaptarse al medio que lo rodea a través de su única arma: el camuflaje.
Colgó, si, colgó y no rindió ningún parte que, de darlo como estaba establecido, hubiese requerido unos diez minutos de discurso telefónico.
A la mañana siguiente, el royo del que, afortunadamente, mi amigo salió ileso tras repetir la bienvenida que le dispensara el "dueño" del celular estatal que tanto empeño puso en ahorrar el dinero del estado.