Lastres del presente.
Los tiempos que corren son propicios para resquebrajar valores y investir la dinámica social con los visos de la superficialidad y la presunción. No es un secreto que los cánones que rigieron lo que muchos recuerdan como, buenas costumbres, hoy sufren temblores, sismos, resquebrajamientos y desplomes. En todos, un denominador común: la ausencia de educación familiar.
De los usos de antaño que, no por conservadores, dejaron de cumplir sus propósitos, hoy son solo recuerdos de pasados arsenales de virtud y pundonor. Al parecer, son tiempos de dolor que, ojalá, presagien nacimientos.
Cuando los que hoy comienzan a peinar canas, eran chicos, las travesuras se pagaban al contado. A los viejos, entonces no tan viejos, había que rendirles presencia diaria a la mesa que presidían invariablemente para la cena; y cuando se sentaban en la sala, o el portal con algunos amigos, estaba prohibido terminantemente hacer ruido o pasar entre los interlocutores; también era rigor responder con el calificativo de, "Si señor".
Un amigo, me contó una historia: "Recuerdo- me dijo- con solo seis años se me ocurrió lanzar un trozo de madera entre la gallinas que comían en el patio. En el acto maté seis pollitos que fueron a parar a mi cuello, colgados de un cordel, como medalla por mi "hazaña". Por espacio de cuatro horas de llanto, sin auxilio de nadie, cargué tan lúgubre castigo; no recibí un solo sopapo y luego de una breve conversación con el viejo, bajo el eucaliptos del fondo del batey, comprendí para siempre el valor de la vida como para no arrancarla innecesariamente. Eso ha perdurado en mí, sin traumas, hasta nuestros días".
Ejemplo nada digno de la psicopedagogía moderna, pero en verdad aleccionador en materia de templar el cuerpo y el espíritu. ¡Cuantas formas mundanas que enseñaron a generaciones enteras acerca del honor, el valor y el respeto! ¡Cuanta hidalguía olvidada!, ¡Cuanto por recuperar! Aunque no sea necesario colgar polluelos del cuello de un crío…
Hoy nos concentramos en atiborrar a nuestros retoños con efectos materiales, muchas veces por pura vanidad, para competir con el vecino que compró unas Niké, una montañesa o y un Jeans a su hija. También les enseñamos a luchar, para ser "tipos duros", "invencibles", lo que generalmente se traduce en abusadores, vagos, vocingleros, maleducados y cosas peores, y no dedicamos un pequeño espacio a pensar si somos buenos para enseñarles la bondad, si somos respetuosos para enseñarles el respeto, si somos honorables para enseñarles el honor, si somos sinceros para enseñarles la sinceridad, si somos equilibrados para enseñarles a ser sanos de mente y espíritu.
Pudiera parecer que nuestros padres eran guajiros brutos y tiránicos que ejercían una autoridad a prueba de balas, sin embargo, hoy nos percatamos de cuanto les debemos y cuanto quisiéramos parecernos a ellos para educar a nuestros hijos en los valores y principios que ellos nos educaron. Siguen siendo paradigmas de virtud a los que, aunque un poco tarde- siempre pasa así- cual oráculos, consultamos cuando las cosas no marchan bien.
"Cuando fui a la escuela por vez primera- contaba otro amigo- la maestra me mandó a leer, m-a-m-á y yo leí mamá. Me mandó a leer, p-a-p-á y yo leí de corrido, papá. Entonces, ante su gestos inquisitivo le dije que yo sabía leer, escribir, sumar y restar, pues mi papá me había enseñado por las noches antes de cumplir los cinco años. Cuando me preguntó sí mi viejo era maestro, le respondí que no, que era sembrador de tabaco".
Cualquiera podría demostrar que no fue apropiado de su parte, pero fue grandioso, sobre todo porque se trataba de la enseñanza impartida por un campesino con apenas sexto grado. ¿Cuántos padres universitarios de hoy piensan que la responsabilidad de enseñar a sus hijos recae exclusivamente en la escuela?
La respuesta a esta pregunta, nada retórica, se conoce y confirma el hecho simple y sólido de que, la familia, sin importar la procedencia social, es el elemento definitorio, primordial, único encargado de formar la personalidad, no exenta de defectos, pero decididamente plena en materia de moral, lealtad, honestidad y respeto por los semejantes o, por el contrario, deformarla.
Quien ha vivido en un hogar sin respeto, no puede respetar. Quien ha vivido en un hogar donde el vocabulario prosaico, las comidillas, los chismes y la intriga presiden la mesa, difícilmente podrá ser diferente. Es lamentable escuchar jovencitas y hasta mujeres maduras lanzando palabras dignas de un guerrero vikingo y risas propias de un campamento de salteadores. Lo prosaico, no es modernidad, es involución.
Cuando las personas son capaces de intrigar contra terceros, sin tener escrúpulos de la intimidad ajena es concebible que sus vástagos puedan asumir poses diferentes. Tales casos dependen exclusivamente del papel que los padres dejan de jugar.
Nuestra educación es gratuita y realmente buena por la calidad del proceso, tanto docente como educativo. Es una oportunidad única que no todos en este mundo tienen el privilegio de disfrutar, pero hay que entender de una vez que el respeto a los demás, el respeto por nosotros mismos, la dignidad, la lealtad, la solidaridad entre otros valores importantes y tan repetidos, no son solamente patrimonio escolar, y que no podrán adquirirse si no existen, en primer término, en el seno familiar.
Todo y más es necesario en esta dirección. El letargo tiene que convertirse en moción y el compromiso moral debe enseñorear para que el futuro no sea el epitafio gris de una sociedad sin valores que respetar, sin caminos que seguir, sin familiaridad que cultivar. Estamos a tiempo.
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