Espiritualidad
Respiramos el aire y nos cargamos de vigores y crepúsculos, de luces y mantos insondables, todo gracias al hálito beatífico que nos secunda en cada paso de la existencia. Hay quien dice que el planeta mismo nos legó ese halo desde el día en que nuestras plantas lo acariciaron…
Unos lo llaman gaya- el espíritu de la tierra- otros, el ánima, y otros el Infra de los sueños, lo cierto es que está, omnipotente, omnipresente, aun cuando la ceguera deliberada de nuestros ojos no nos permite verlo.
Es fácil sentir que nuestro efímero lapso en este mundo está guiado por esa energía que la naturaleza- ¿Quién si no?- nos ha legado. Subir una cumbre, percibir el manto verde y ocre ,y azul, y gris que nos envuelve, es percatarnos de la espiritualidad que rodea al ser humano. Bañarnos en las aguas de un riachuelo montañés, con el cause cuajado de pinos, correr lleno de gozos y de risas hacia un bohío de guano y palma, rodeado del espeso bosque, mientras el aguacero otoñal de agudos goterones nos pisa los talones; es la mejor prueba de nuestra energía y puja por vivir- que es más que respirar- llenos de energía desbocada que continuará más allá de nuestra presencia física.
Mutilado el cuerpo nos queda el espíritu. Muchos le han achacado origen divino o satánico, más, él siempre ha estado ahí. No es la contemplación inerte, ni la arquería barroca de ángeles paradisíacos; no es el misto etéreo que se derrama sobre posesos y beatas; el espíritu es el hombre mismo en su energía dúctil, plástica, maleable, indestructible;
Recordamos a los muertos queridos porque, sus espíritus, buenos o atormentados, calaron hondo en nuestras visiones. Despertamos sobresaltados en las largas noches de invierno, con la sutil intuición de una presencia a nuestro lado porque la dimensión impalpable de un mundo ignorado, en verdad nos rodea, nos amenaza o nos abriga.
Todos nacemos espirituales. Todos, sin excepción, hijos de la madre tierra, somos dotados con su energía que calienta nuestras células. Química, dicen los científicos, pero energía al fin que viene de, y va hacia. Energía que mueve nuestra máquina latente, nuestro cerebro de embrolladas madejas, nuestros músculos de nómada andar…
Todos, también, nacemos con el don de elevarnos sobre el suelo, de ver fantasmas, de jugar con las oscuridades, no obstante, con el paso de los años la mayoría perdemos ese fulgor inapreciable para convertirnos en zombies, de los que llaman nonferatus- no muertos- y quedamos para asustar desde el reverso de los espejos, las sombras de las puertas entreabiertas y las rejas de mundos prisioneros.
El mundo está lleno de cazadores de espíritus; vienen- contrario a lo que inculcamos a los niños para tranquilizarlos con sustillos- mimetizados en forma de sillas, armarios, paraguas y otros objetos familiares, pasan desapercibidos y en el más leve descuido, ¡Zas! Nos arrebatan nuestras fantasías y cargan con ellas cual manadas de salvajes hacia las profundidades del hades, donde ni la misma fuerza de Hércules será capaz de rescatarlas.
Perder los sueños, es perder el Espíritu, es morir en vida, es respirar sin aire, degustar sin gusto, hablar sin voz. Cuando los sueños se van hasta las pesadillas son extrañadas, pues perdemos la posibilidad de probarnos a nosotros mismos que podemos volar sin alas, aun dentro del temporal y la borrasca, dentro la nieve y la escarcha.
Hay quienes han inventado fórmulas para luchar contra los miméticos acechadores: han embadurnado picaportes y bastidores de camas con la baba sagrada de la mascota más querida y empolvoreado el piso con partículas de estrellas extinguidas, todo a las doce de la noche, luego que los perros dejan de aullar y el viento se ha calmado entre los árboles del patio. Es un trabajo pesado, meticuloso, de extremos, pero valioso, porque se trata de salvar el espíritu, que es salvar lo que somos, es decir, individuos, mortales, hombres, humanos… gentes que, pese a las borrascas más espantosas, encontraremos la forma de seguir.
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