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Mantua Visión

El Ché en mí.

El Ché en mí.

El 9 de octubre de 1967 cayó un ídolo de fe para los pobres de este mundo. La noticia de la muerte del Che recorrió el orbe y, los que lo conocieron, en esta isla que hizo suya, supieron que alguien poco común, insustituible, en eso de ver la vida desde el lado más altruista, faltaría desde ese momento a la cita material con el destino de la humanidad.
El primero de septiembre de 1976, mi mamá me puso en primera fila de primer grado en la escuela primaria "Antonio Maceo" de mi pueblo. Fue la primera vez que escuché a los mayorcitos aquella frase que tenía que ver con, parecernos a él. Un año atrás, mi abuelo trajo a casa dos fotografías: una de Camilo y otra del Che, para ponerlas al lado de un Corazón de Jesús que desde niño vi en la salita de nuestra casa, en la finca Montemalo. Cuando pregunté, quiénes eran aquellos hombres, me respondieron a la usanza simple del guajiro: son héroes que lucharon para que Cuba fuera libre.
Ya en los primeros días de clases, la maestra nos habló del Che, y supe de su nacionalidad argentina, de su llegada a Cuba en el Granma, de su lucha en la sierra, su heroicidad en Santa Clara y también del sacrificio inmenso de morir en otras tierras de América, defendiendo sus ideales de justicia.
Cuando tenía nueve años, mi padre compró un tocadiscos ruso y el primer acetato que escuché fue uno con la carta de despedida del Che. Terminé por aprender de memoria cada palabra, cada línea, aunque- reconozco- sin comprender del todo el tremendo holocausto al que entregó su vida. Eran tiempos de sobredimensión de su figura que, de tan alta y etérea, se me antojaba inalcanzable.
Cuando cumplí doce, nadie me regaló, "Pasajes de la guerra revolucionaria", de modo que hube de descubrirlo entre los estantes de la biblioteca de mi escuela. En sus páginas, recorrí los valles y montañas orientales, combatí a los casquitos y me cubrí de gloria en Santa Clara. Aun así, no me creía en la menor posibilidad de parecerme a él.
Siempre llevé conmigo aquella especie de deuda moral ante una figura tal, con la que me comparaba cada mañana y a la que, no le llegaba- según mi escueto juicio de entonces- ni a las botas.
Declaro, con pena, que descubrí al ser humano que fue el Che un poco tarde. Cuando leí, "Descamisado", del general Enrique Acevedo, supe cuanto tiempo me había perdido para comprender que, aquella frase que por años pronuncié con energía, era una verdad más grande que la aparente utopía que representaba.
Cosa curiosa: un chico de 16 años, visto en retrospectiva por el prisma de un hombre maduro, de ideas frescas, desprejuiciadas y para nada adornadas de los arabescos que suelen ocultar el verdadero yo, el simple yo de los grandes, me hizo entender que, aquel "argentino", demasiado recto para la "chanza" cubana, humano para correr bajo las bombas como cualquier otro, fiero si era menester- casi siempre lo era- poner cara al enemigo, exigente hasta la herida, capaz de leer a los clásicos del marxismo y también, a Mark Twain; dado a imponer castigos ejemplares y conmoverse con el dolor ajeno, más allá de la simple sensibilidad o la palabra de consuelo, era un paradigma alcanzable para los que, como yo, desde bien pequeños repetíamos, "Seremos como el Che".
No niego mi melancolía, ni el gesto de molestia por los años que me perdí al verdadero Che; el hombre que, confieso, dejé de emular tantas veces y del que me escondí cuando fui irresponsable, mal estudiante o travieso hasta el peligro insensato e innecesario, por no verme en posibilidades de ser como él.
Hoy, me reto en cada jornada y me obligo a la honestidad desnuda que tanto practicara y que tanto necesitamos para que su sangre generosa no haya caído en vano.
En mi pequeño rincón, donde suelo escribir estas y otras líneas de amor y combate, tengo una foto del Che que me regalara un amigo. Cuando el ánimo decae, las cosas marchan mal o la vida se me presenta demasiado difícil, la miro, me abochorno de ser débil y me aplico al deber, para seguir siendo como él.

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