La tierra que yo amo.
Para muchos puede parecer contradictorio, dicho así, como lo expreso. Algunos fruncirán el ceño y los más incrédulos- guasones ellos- sonreirán retorcidos para calificarme de loco, aprendiz fracasado de filántropo, efectista en busca de atención o, simplemente, "jalador de leva".
Cuando tenía cinco años, vine al pueblo de Mantua por primera vez y, las vetustas casas, las calles- callejuelas- las luz eléctrica, el frozen de chocolate que me provocaba la "punzá" del guajiro y los taxis Toyota parqueados frente a la Terminal, plena de guarandingas- especies de camiones adaptados para ómnibus que se montaban por detrás- me asomaron a un infinito irreal como no había conocido entre mis prados y mis palmas, rodeado de chivos y yuntas de bueyes, bebiendo leche de vaca en una lata de peras, directo de la ubre, temprano en la mañana, después de la caminata intentando seguir el paso a mi viejo entre las hierbas que me empapaban de rocío.
Cuando cumplí seis, me mandaron a la escuela del pueblo, para que estudiara. Allí me enfermaba de nostalgia de lunes a viernes; añoranza que curaba mi abuelo cuando aparecía en el dintel del aula, al final de la semana, y la maestra me anunciaba: "Lázaro, recoge que te han venido a buscar"… y de nuevo a mi libertad de potros cerreros, pajarillos cantores en los árboles, mamoncillos agridulces disputados a mi abuela, guanábanas inmensas que caían desparramadas y cacerías en los espesos bosques de Santana, donde me llevaban los mayores porque, "yo, ya era grande".
Un buen día, mi viejo comprendió que aquella dicotomía de idas y venidas, sin arráigo, en nada me hacía bien y decidió mudarse al pueblo; yo, con mi afición al canto y a los dibujos, culminé la primaria y me bequé en la Escuela de Artes de Pinar del Río para hacerme pintor, profesión frustrada que recuerdo con cariño. Andando y andando, adquirí herramientas intelectuales que un chico de mi edad ni remotamente imaginaba y, como no pude ingresar en la ENA me fui de nuevo a Mantua para estudiar en un preuniversitario. Eran tiempos de abundancia- o despilfarros- pero, era feliz; pertenecía a una generación que leía a Martí, escribía poemas, plantaba vegetales en la mañana, estudiaba en la tarde y enamoraba con Enmanuel y José José, desde la penumbra del pasillo aéreo de la escuela, donde robábamos los primeros besos y experimentábamos las primeras pasiones de la juventud.
Nunca perdí el sentido vehemente del guajiro por la finca. Hasta hoy conservo la añoranza por la lluvia, para ventear el olor a tierra y no he dejado de comportarme como el perro criollo que otea el horizonte para saber quién viene, y sí es amigo, o enemigo.
Cuando culminé el preuniversitario, me fui a estudiar inglés, para hacerme maestro de esa lengua, de la que- pensaba- conocía algo y la que, en verdad, me costó esfuerzo dominar pero, guajiro testarudo, al fin, lo hice.
Casi conmigo, en mi vida universitaria, el Periodo Especial, que Freddy, un profesor de fonética, calificaba, ingenuamente, como, "un tiempo idóneo para la distensión laboral, comer frutas y vegetales y leer un buen libro". Pronto se me acabaron los tres o cuatro pitusitas que mi tía comprara al primer pichón de universitario que despuntaba en la familia y- que me perdonen los zapateros- no me quedó otro remedio que hacer mis propios fonkis de petos de soldar o maletines viejos, con suela de cámara de tractores cocidas a mano. Por aquella época mi patrimonio consistía en cuarenta pesos de estipendio, más veinte que me daba el viejo para la semana, una novia de ojos verdes y mi carrera de hablante de inglés que, con creciente perseverancia en la gramática, la audición y los textos escritos, se me daba, aunque nunca había cruzado palabra con nativo alguno. ¡Y a mucha honra, compay!
Fueron años en los que, mis compañeros de la universidad me eligieron su presidente de la FEU, los tiempos de mayor agresividad a la patria y también los de mis noches metido treinta metros bajo tierra, de voluntario en los túneles populares que construíamos dentro del instituto para defendernos, si osaban atacarnos. Tiempos también de uniforme verde olivo por temporadas, la dura pista de un aeropuerto militar por lecho y la PpSh en ristre. También mi única vez, casi pegadito a Fidel en el Palacio de las Convenciones, y mí primer y único vuelo en avión, directo a Guantánamo para un forum de ciencias pedagógicas.
Al graduarme, me fui a la Isla de la Juventud, a enseñar inglés a jóvenes de América y África. Conocí historias, sufrí las mismas nostalgias que no me atacaban desde niño y viví, como pocos guajiros, la soledad y las estrecheces a la que, los de acá abajo, no estábamos acostumbrados. Un guacho de Mantua, puede escapar sin luz eléctrica y agua fría; pero no puede dejar pasar una semana sin un pedazo de carne de puerco, arroz, frijoles y funche bien amarillo, de ese que dice en la olla, put., put., put. (Sin afán de malas palabras, porque así es como suena cuando la candela lo pone a punto para servirlo con leche de vaca)
Imaginen, lejos, añorante, con un puñado de hambre de las cazuelas de mi vieja, rodeado de dramas y también de proezas humanas, con apenas veintitrés años, una mochila repleta de sueños sin cumplir, un amor casi platónico en Pinar y un solo pantalón decente. Hoy se que, sin imaginarlo, en esa etapa me hice verdaderamente hombre, y aprendí el valor de la fidelidad, la importancia de no tragar completo, la necesidad de ir, algunas veces, a contrapelo, lo imprescindible que resulta defender los sueños- por absurdos e inalcanzables que puedan parecer- y lo supremo del agradecimiento humano. En alguno de mis viajes nocturnos en el ferry, escuché la historia de un negro, de sesenta años, estibador con peritaje médico que, en una de esas colas extenuantes de aquellos lustros grises, partió derecho para dos turistas que fotografiaban la necesidad de un pueblo decidido a resistir, se abrió la camisa y les soltó a la cara:
"Miren, tiren fotos para este pecho, para esta operación, para que vean que en cuba hay problemas, pero regalan corazones."
Aquella historia, cierta o no, no sé por qué, caló tanto en mi y definió mis concepciones del equilibrio hasta tal punto que hoy, cuando pienso cuan difícil puede ser la vida y cuantas metas personales se quedarán en mi gaveta del olvido, me abochorno y me llamo a capítulo por la debilidad, tan, pero tan humana, de dudar, cuando lo que he de hacer, es luchar.
Después de dos años- una vez más- regresé a Pinar del Río, a mi Mantua, al único lugar del mundo donde no sería jamás un profeta; al rincón que, unas veces me ama y otras, me enseña los dientes y del que, ¡OH, asombro!- no puedo desprenderme.
De entonces acá, me he enfermado de nostalgia un millar de veces más. En octubre del 2006 me fui a La Habana, a un evento internacional en la Casa de las Américas y, luego de diez días de éxitos profesionales y mucha congoja espiritual, pese a las atenciones que recibí en casa de mi amigo Pitaluga, la víspera de tomar el ómnibus para el regreso, recogí mis bártulos y me fui a la Terminal porque, así ya estaba viajando para el poniente. Me despertó el olor a pinos, a hojarascas recién lavadas y, supe, definitivamente, que hay quienes nacen con un fragmento de tierra en el pecho que los ata para toda la vida. Yo, soy uno de esos.
Al principio, aclaré, que muchos me criticarían, sonreirían socarrones, incrédulos de esta matraquilla personal, y estoy dispuesto a soportarlo. Otros, espero que, la mayoría, después de leer estas líneas, no podrán dejar de pensarse a si mismos, recorriendo los vericuetos de historias comunes, de sueños comunes, de añoranzas comunes, por una heredad de imanes que nos convoca desde lo más profundo del corazón. Ese lugar que no dejamos de imaginar, el mismo que nos llevamos a la cama, con la esperanza de soñarlo cada noche.
Tonterías… puede ser, pero son las tonterías que amo, la ideología más convincente que puedo esgrimir, la intransigencia con quienes ofenden el verde de mi isla, la razón por la que afronto sereno las consecuencias diarias de mis irreverencias y mis contrapelos y por la que, definitivamente, daría gustoso la vida, con una sonrisa en los labios.
Muchos me comprenderán.
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